Quisiera que me recuerden sin llorar ni lamentarme.
Quisiera que me recuerden por haber hecho caminos
Por haber marcado un rumbo
Porque emocione su alma
Porque se sintieron queridos, protegidos y ayudados
Porque interprete sus ansias
Porque canalice su amor.
Quisiera que me recuerden junto a la risa de los felices
la seguridad de los justos
el sufrimiento de los humildes.
Quisiera que me recuerden con piedad por mis errores
Con comprension por mis debilidades
Con cariño por mis virtudes,
Si no es asi, prefiro el olvido
Que sera el mas duro castigo por no cumplir mi deber de hombre.
Joaquin Enrique Areta
Desaparecido el 29/6/ 1978. Correntino. Tenia 23 años cuando desaparecio en La Plata.
viernes, 29 de octubre de 2010
lunes, 25 de octubre de 2010
Los verdaderos piratas del Caribe
El Archivo General de Indias, en España, saca a la luz mapas y testimonios que muestran cuán temibles eran los piratas.
"Plano de la isla Tortuga. Imagen: Ministerio de Cultura - Archivo General de Indias"
El pirata El Olonés fue quizás tan famoso como el personaje Jack Sparrow de la serie cinematográfica Piratas de El Caribe, pero se le parecía poco. No era conocido por su simpatía sino más bien porque le abría el pecho a sus víctimas para arrancarles el corazón, lo mordía y luego lo escupía.
El Archivo General de Indias en Sevilla ha desempolvado la historia de los verdaderos y temibles piratas con mapas y testimonios originales.
"La imagen que ha llegado hasta nuestros días de los piratas los muestra como aventureros o incluso héroes. La literatura y el cine se han encargado de darles un halo casi romántico pero la realidad era muy diferente", le comenta a BBC Mundo uno de los guías de la exposición.
"Mare clausum(mar cerrado) Mare liberum(mar libre). La piratería en la América española" es el título de la exposición que reúne más de 170 piezas, entre documentos originales y maquetas, y que da la perspectiva de esa historia desde el punto de vista de España.
"El título hace alusión a las teorías que predominaban en Europa después del Descubrimiento de América. España apoyaba la teoría del mar cerrado, que le daba acceso exclusivo a las nuevas riquezas, mientras que países como Francia y Holanda apoyaban la de mar abierto que también querían un trozo del Nuevo Mundo", agrega.
Los primeros, los franceses
El primer caso de piratería documentado ocurrió en 1522 cuando el francés Jean Fleury interceptó la nave que transportaba los regalos de Moctezuma a Hernán Cortés.
La imagen del pirata francés El Olonés sirve para el cartel de la exposición.
No obstante, el propio Cristobal Colón había sido atacado antes cerca de las islas Azores cuando regresaba de su tercer viaje a América.
"Los primeros en actuar fueron los franceses. Los ingleses no aparecieron hasta finales del siglo XVI. Holandeses y daneses surgieron a partir del siglo XVII. Fueron tres siglos de constante presión al tráfico marítimo que mantenía España y de recurrentes asaltos a sus embarcaciones", señalan las curadoras de la exposición Falia González y Pilar Lázaro.
Las Indias eran un territorio inmenso que España no pudo poblar en su totalidad. Los piratas estaban conscientes de la debilidad y vulnerabilidad de sus puertos. El Archivo se detiene en la ciudad de Santa Marta, la más antigua de Colombia, que fue destrozada 20 veces en sólo cincuenta años.
Y es que las leyendas de dragones y monstruos que hasta entonces inundaban al océano Atlántico dieron paso a una fauna de personajes agrios y ambiciosos, tatuados o amputados por espadas y cañonazos: piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros se dedicaban a atacar galeones pero había diferencias entre ellos.
De corsarios y filibusteros
Los corsarios eran piratas que asaltaban al servicio de un país, sobre todo ingleses y holandeses. Por ello recibían una Patente de Corso que les autorizaba para actuar contra los enemigos de la Corona. El caso más famoso es el del inglés Francis Drake.
La isla Tortuga, en la actualidad en las islas Caimán, era la auténtica "isla de los piratas".
"Drake era considerado un héroe en su país, de hecho la reina Isabel I le nombró caballero. Fue además la segunda persona en darle la vuelta al mundo por el peligroso estrecho de Magallanes, después de (Juan Sebastián) Elcano", cuenta el guía.
"Esa proeza la consiguió gracias al piloto portugués Nuño da Silva, que conocía la zona y al que había capturado en un ataque", continúa.
Luego, en el propio Caribe, surgirían los Bucaneros. Su nombre viene de Bucán, un tipo de carne ahumada que conseguían con el ganado que robaban en las costas.
"Y finalmente los filibusteros (del inglés fly boat, velero rápido), considerados los más malvados. Eran una suma de todos. Se dedicaban al pillaje en mar o en tierra y se asentaban en la isla Tortuga, la isla de los piratas. En la actualidad son las islas Caimán", agrega el experto.
Allí formaron una cofradía con un código de honor. Uno de los delitos más graves era matar a un miembro de la hermandad. El castigo consistía en atar al asesino con su víctima y una roca y, lanzarlos al mar.
Los piratas españoles
"Mapa del castillo y puerto de Acapulco. Imagen: Ministerio de Cultura - Archivo General de Indias"
Mapa del castillo y puerto de Acapulco.
Aunque la América española fue la más atacada por los piratas, también existieron piratas españoles que se ensañaron con navíos ingleses o portugueses como el caso de Benito Soto Aboal, el más sanguinario.
A Soto Aboal se le considera el último pirata del Atlántico. En 1823 trazó una estela de sangre desde que zarpó de Río de Janeiro en un barco portugués. Se amotinó y comenzó a abordar cuanto navío se le atravesaba, entre ellos un barco norteamericano que volvía de Calcuta.
En todos aplicaba la misma táctica: matar a toda la tripulación y hundir el barco.
Una estrategia parecida a la del francés El Olonés (Francois l'Olonnais), considerado el filibustero más malvado del Caribe. Tenía fama de aventurero, cruel y de atesorar muchas riquezas en las Antillas.
Además de torturar a sus prisioneros, escogía a alguno para sacarle el corazón y comérselo delante de los demás. Ese ritual cruzó el océano y hasta las selvas más profundas de América, y, en lo que hoy es Nicaragua, una tribu indígena lo reconoció.
"En el Archivo de Indias tenemos el testimonio de uno de los marinos que lo acompañaba. Allí relata que la tribu lo cortó en pedazos, lo asó y luego se lo comió".
BBC Mundo.com -
lunes, 18 de octubre de 2010
Cáncer de mama: aléjalo de tu vida
Por Aloyma Ravelo (Prensa Latina *)
El factor más importante para padecer de cáncer de mama es, precisamente, ser del sexo femenino: una de cada 10 mujeres, en algún momento de su vida, sufre esta enfermedad.
También constituye una de las primeras causas de muerte en la población femenina de 35 a 65 años, y estos índices pudieran reducirse significativamente si cada una de nosotras cuidara más de su cuerpo. Es un hecho real sobre el cual día a día hay que insistir: las mujeres tenemos que aprender a querernos un poco más, a preocuparnos por nuestra salud.
Y hay razones para hacer este señalamiento pues el autoexamen de mama, que prevé, avisa de cualquier nódulo o extrañeza en nuestros senos; no resulta algo rutinario, más bien se realiza esporádicamente, cuando se efectúa.
Todas sabemos cuánto nos dedicamos a los demás, las múltiples labores que somos capaces de hacer en un día, las energías que desplegamos en función de los otros -la familia, los padres, los hijosâ��
Tan atrás nos colocamos en la fila, que no queda tiempo para nosotras mismas.
En un sondeo que realicé entre un grupo de mujeres mastectomizadas, acerca de la revisión periódica de los senos, todas me confesaron que no se habían hecho el autoexamen de mama, de manera sistemática.
Algunas, por casualidad, se detectaron un abultamiento, el cual comenzaron a vigilar, palpándolo de vez en vez, a ver si crecía, y la visita al médico no fue una de las prioridades.
"Un importante número de mujeres llega a consulta con esta enfermedad en estadio medio o avanzado; esto implica, por lo general, la pérdida del seno, unido a la zona linfática, con un tratamiento mucho más agresivo y doloroso para la paciente", argumenta el doctor Alexis Cantero, presidente de la Sección de Mama de la Sociedad Cubana de Cirugía.
Sin embargo, quien está atenta a su cuerpo, y revisa sistemáticamente sus senos, solo pierde unos minutos al mes, y gana en prevención y en una atención a tiempo.
"Detectado en forma temprana y tratado de manera adecuada, en cinco años, el 90 por ciento de las mujeres puede disfrutar de una vida con calidad. Y es muy probable que se muera de otra dolencia, pero no de cáncer de mama", reconoce el profesor Cantero, un experto cubano de gran experiencia.
¿Puedes padecerlo?
Esta enfermedad se asocia a factores tales como la genética, el medio ambiente, la dieta y el estilo de vida; se sabe que quien tiene una madre que padeció de cáncer de mama, puede heredar esta predisposición, pero no siempre es así.
La prevención deviene fundamental, resulta una magnífica aliada para evitarlo, así como los ejercicios diarios: caminatas, gimnasia, aerobios o cualquier deporte al aire libre. Estudios actuales confirman que las células cancerosas no prosperan en un ambiente oxigenado.
Haciendo ejercicios diarios y respirando profundo se ayuda a llevar oxígeno al nivel de las células. Esta novedosa terapia de oxígeno es otra manera utilizada con vistas a combatir las células de cáncer, y además sirve para aliviar el estrés, otro mal que se asocia a los tumores malignos.
Recordemos que el cáncer es una enfermedad del cuerpo, pero también de la mente y el espíritu: una mujer que no se deja abatir y lucha con tenacidad por vencerlo, tiene grandes posibilidades de sobrevivir.
La ira, el rencor y el resentimiento, echarle la culpa a los otros o acobardarse y solo pensar en la muerte, ponen al cuerpo en un ambiente de tensión y poco apropiado para resistir. Es importante, ante el diagnóstico, aprender a relajarse y a pensar que se saldrá vencedora de todas las pruebas. Evitar el tabaquismo y las bebidas alcohólicas son medidas elementales que cualquier mujer debe asumir pues un cuerpo cargado de toxinas resulta propicio para el desarrollo de las células cancerígenas.
Retomando el hilo inicial del comentario, guardemos algún tiempo para nosotras mismas. Un día tan señalado, como este 19 de octubre, pensemos en la importancia de cuidarnos, protegernos y valorarnos más. Hagamos un compromiso con nuestra salud: tratar de conservarla lo mejor posible
(*) Periodista, master en Salud Sexual y Reproductiva, y colaboradora de Prensa Latina.
arb/ar
De:Prensa latina. Cuba. Consulta on-line 17/10/2010
El factor más importante para padecer de cáncer de mama es, precisamente, ser del sexo femenino: una de cada 10 mujeres, en algún momento de su vida, sufre esta enfermedad.
También constituye una de las primeras causas de muerte en la población femenina de 35 a 65 años, y estos índices pudieran reducirse significativamente si cada una de nosotras cuidara más de su cuerpo. Es un hecho real sobre el cual día a día hay que insistir: las mujeres tenemos que aprender a querernos un poco más, a preocuparnos por nuestra salud.
Y hay razones para hacer este señalamiento pues el autoexamen de mama, que prevé, avisa de cualquier nódulo o extrañeza en nuestros senos; no resulta algo rutinario, más bien se realiza esporádicamente, cuando se efectúa.
Todas sabemos cuánto nos dedicamos a los demás, las múltiples labores que somos capaces de hacer en un día, las energías que desplegamos en función de los otros -la familia, los padres, los hijosâ��
Tan atrás nos colocamos en la fila, que no queda tiempo para nosotras mismas.
En un sondeo que realicé entre un grupo de mujeres mastectomizadas, acerca de la revisión periódica de los senos, todas me confesaron que no se habían hecho el autoexamen de mama, de manera sistemática.
Algunas, por casualidad, se detectaron un abultamiento, el cual comenzaron a vigilar, palpándolo de vez en vez, a ver si crecía, y la visita al médico no fue una de las prioridades.
"Un importante número de mujeres llega a consulta con esta enfermedad en estadio medio o avanzado; esto implica, por lo general, la pérdida del seno, unido a la zona linfática, con un tratamiento mucho más agresivo y doloroso para la paciente", argumenta el doctor Alexis Cantero, presidente de la Sección de Mama de la Sociedad Cubana de Cirugía.
Sin embargo, quien está atenta a su cuerpo, y revisa sistemáticamente sus senos, solo pierde unos minutos al mes, y gana en prevención y en una atención a tiempo.
"Detectado en forma temprana y tratado de manera adecuada, en cinco años, el 90 por ciento de las mujeres puede disfrutar de una vida con calidad. Y es muy probable que se muera de otra dolencia, pero no de cáncer de mama", reconoce el profesor Cantero, un experto cubano de gran experiencia.
¿Puedes padecerlo?
Esta enfermedad se asocia a factores tales como la genética, el medio ambiente, la dieta y el estilo de vida; se sabe que quien tiene una madre que padeció de cáncer de mama, puede heredar esta predisposición, pero no siempre es así.
La prevención deviene fundamental, resulta una magnífica aliada para evitarlo, así como los ejercicios diarios: caminatas, gimnasia, aerobios o cualquier deporte al aire libre. Estudios actuales confirman que las células cancerosas no prosperan en un ambiente oxigenado.
Haciendo ejercicios diarios y respirando profundo se ayuda a llevar oxígeno al nivel de las células. Esta novedosa terapia de oxígeno es otra manera utilizada con vistas a combatir las células de cáncer, y además sirve para aliviar el estrés, otro mal que se asocia a los tumores malignos.
Recordemos que el cáncer es una enfermedad del cuerpo, pero también de la mente y el espíritu: una mujer que no se deja abatir y lucha con tenacidad por vencerlo, tiene grandes posibilidades de sobrevivir.
La ira, el rencor y el resentimiento, echarle la culpa a los otros o acobardarse y solo pensar en la muerte, ponen al cuerpo en un ambiente de tensión y poco apropiado para resistir. Es importante, ante el diagnóstico, aprender a relajarse y a pensar que se saldrá vencedora de todas las pruebas. Evitar el tabaquismo y las bebidas alcohólicas son medidas elementales que cualquier mujer debe asumir pues un cuerpo cargado de toxinas resulta propicio para el desarrollo de las células cancerígenas.
Retomando el hilo inicial del comentario, guardemos algún tiempo para nosotras mismas. Un día tan señalado, como este 19 de octubre, pensemos en la importancia de cuidarnos, protegernos y valorarnos más. Hagamos un compromiso con nuestra salud: tratar de conservarla lo mejor posible
(*) Periodista, master en Salud Sexual y Reproductiva, y colaboradora de Prensa Latina.
arb/ar
De:Prensa latina. Cuba. Consulta on-line 17/10/2010
miércoles, 13 de octubre de 2010
La compuerta numero 12. Cuento
La compuerta número 12
Baldomero Lillo
Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
FIN
Subterra, 1904
Baldomero Lillo
(Lota, 6 de enero de 1867 - San Bernardo, 10 de septiembre de 1923) cuentista chileno, considerado el maestro del género del realismo social en su país.
Los temas de sus cuentos estuvieron siempre vinculados a los sectores más marginados y explotados de la sociedad chilena, prevaleciendo en sus historias el sufrimiento y humanidad de los personajes. Sus cuentos están cargados de los más mínimos detalles, debido principalmente a su carácter naturalista.
Entre sus obras principales se encuentran las colecciones de cuentos "Subterra" (1904, serie de relatos basados en los mineros del carbón de Lota)
De: Biblioteca digital Cuiudad Seva Consulta on-line del 13/10/10
Enciclopedia on line Wikipedia consulta el 13/10/10
Baldomero Lillo
Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
FIN
Subterra, 1904
Baldomero Lillo
(Lota, 6 de enero de 1867 - San Bernardo, 10 de septiembre de 1923) cuentista chileno, considerado el maestro del género del realismo social en su país.
Los temas de sus cuentos estuvieron siempre vinculados a los sectores más marginados y explotados de la sociedad chilena, prevaleciendo en sus historias el sufrimiento y humanidad de los personajes. Sus cuentos están cargados de los más mínimos detalles, debido principalmente a su carácter naturalista.
Entre sus obras principales se encuentran las colecciones de cuentos "Subterra" (1904, serie de relatos basados en los mineros del carbón de Lota)
De: Biblioteca digital Cuiudad Seva Consulta on-line del 13/10/10
Enciclopedia on line Wikipedia consulta el 13/10/10
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